La de Nelson Mandela era una muerte esperada en el corto
plazo. Con 95 años de edad, un organismo
debilitado por los 27 años de encierro, gran parte de los cuales en las más
inicuas condiciones y la enfermedad pulmonar recurrente que adquirió entonces,
el pronto final se hacía inevitable.
Pero a pesar de ello uno vivía aferrado a una cada vez más elusiva e
ilusoria esperanza.
Unas horas más, un
día más, un poco más de tiempo entre nosotros.
En un mundo cada vez más convulsionado y ausente de valores, africano
solo de origen pero de dimensión universal, él simbolizaba los hoy más hermosos
y necesarios: el perdón, la tolerancia y la comprensión.
Un proceso de profunda reflexión largamente elaborado y practicado
en sus muchos años de existencia carcelaria, lo convirtió en el notable ente
conciliador que le permitió hacer realidad el sueño que parecía imposible de
construir en un haz solidario y un mismo propósito la nación sudafricana hasta entonces
escindida en blancos opresores y negros oprimidos, salvando abismos de
intolerancia y abuso, venciendo miedos y disipando odios.
Los interminables años de encierro, las torturas sufridas, le
aceraron el carácter y lo volvieron más recio en sus ideales otorgándole mayor
firmeza a sus convicciones: un país unido y reconciliado, sin estigmas de
raza, sin rencores brotados, donde negros y blancos pudieran convivir en
armonía.
Fue tarea de gigante: no
solo tuvo que convencer de su sinceridad a sus sorprendidos carceleros sino
también a sus propios inconformes seguidores.
Una singular mezcla de talento,
sagacidad, fuerza de voluntad, larga visión de futuro, sentido de historia y
fascinación personal le permitió realizar el milagro de la meta que lucia
imposible de alcanzar.
Se convirtió así no solo en el conductor de su amada nación, donde
ahora negros y blancos unieron sus voces para corear su nombre, sino también en
motivo de admiración para al resto del mundo, desde los más encumbrados a los
más desposeídos. Personaje para los
primeros de obligado respeto; para los segundos; símbolo de esperanza y
redención.
En un siglo de grandes figuras, él descolló por sobre todas con el
hermoso ejemplo de su apasionada cruzada, su fortaleza de carácter para sufrir
la adversidad de su prolongado e injusto cautiverio, la magnanimidad de que
hizo gala en la hora del triunfo, su humilde aceptación de la legítima cuota de
gloria que supo ganar, su desprendimiento para renunciar a la continuidad de la
presidencia más allá lo que el mismo se había fijado como necesario.
Dejar atrás el poder no le
hizo, sin embargo, sumirse en merecido reposo y ausentarse de los deberes que
reclamaban el prestigio de su nombre.
Campañas mundiales destinadas a los fines más nobles contaron con el
aporte de su entusiasmo y apoyo. Lo
estuvo haciendo sin pausas ni desmayos hasta que la enfermedad lo postró. Fue útil hasta el último día de su vida, lo
seguirá siendo más allá del término de esta.
Nelson Mandela se ha ido.
¿Pero se ha ido en verdad? El seguirá con nosotros y con las generaciones
futuras convertido en ejemplo y legado no solo para su amado país sudafricano,
sino para todos los seres humanos que en el referente de su gloriosa existencia
encontrarán la inspiración necesaria para mantener viva la llama de los
excelsos valores que encarnó.
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